miércoles, 4 de noviembre de 2015

En el Valle del Silencio: Compludo y su herrería


El Silencio es como una partitura en blanco que hay que ir escribiendo, concienzudamente, con la música del Espíritu. Nada resulta más certero para el afortunado caminante que, sin importar el medio elegido para su desplazamiento, afronta con expectación ésta difícil y dura décima etapa descrita por Aymerich Picaud en su Codex Calistinus. Etapa que, a grosso modo, y sin meterse en esas profundidades donde habita una de las más auténticas y originales Anima Bergidum, como es Compludo, se describe como el trayecto que va de Rabanal del Camino –pueblo fundado, según la tradición, por los templarios custodios del camino- a Villafranca del Bierzo, en la desembocadura del río Valcarce, pasado el puerto del monte Irago, pero vigilado en la distancia por otro monte imponente, donde todavía habita el espíritu de antiguas divinidades: el Teleno. El desvío hacia Compludo se alcanza en las proximidades de esos 1145 metros de altitud sobre los que asienta sus reales orígenes hospitalarios el pueblecito de El Acebo, una vez dejados atrás sus limitadas lindes urbanas, así como la mítica fuente del Druida, conocida por todos los peregrinos que se dirigen hacia Ponferrada –aun con su cartel actual de agua no potable-, y que allí, quizá porque el propio Camino invita a echar mano constantemente del Simbolismo, llaman de la Trucha. O de la Truite, on parle français, que era otra forma de referirse a una casta muy especial de sabios a la que ya nos hemos referido: los druidas.

La travesía, broken Golden silence, roto ese Silencio que es Oro por el ladrido ocasional de algún perrillo entregado al papel de vigilante –el mismo, que antiguamente hacían las ocas-, continúa en tono decreciente, configurando complicados innuendos a medida que el camino se convierte, por su agreste constitución y comparativamente hablando, en ese non plus ultra que tanto temían los supersticiosos marinos medievales, porque pensaban que más allá de las lindes conocidas, sólo había terribles monstruos, un vacío insuperable, y desde luego, una muerte cierta. De igual manera, para el viajero que se adentra por primera vez en las complejidades de un lugar como Compludo y su entorno, la sensación no es diferente. Puede que se acentúe más, aún, con ese silencio atípico; un silencio, apenas quebrado por el susurro de las aguas de los arroyos Miera y Miruelos, en su melancólico discurrir, hasta fundirse como almas gemelas, aproximadamente medio kilómetro más adelante, en el lugar donde se ubica esa impresionante reliquia medieval, que es la herrería. Y no obstante, para llegar a ella, se hace necesario adentrarse a pecho descubierto en esa parte original, mitológica y autóctona, que es el milenario bosque que la circunda. Apenas el discurrir del arroyo es un susurro encantado, una nana dulce, cantada, quizás por una xana hermana de aquélla otra que custodia el lago de Carracedo, que acuna y adormece a unos árboles viejísimos, cuyas raíces se aferran a una tierra milenaria, con sabor propio y ecos de antiquísimos misereres y Te Deum laudamus. Una tierra, en la que no hay carteles a la vista; pero enseguida se sabe que este bosque es puro Bierzo. Un bosque encantado, donde es difícil no tener sensaciones de ambigua complejidad. Uno ve a los árboles, y a la vez, siente que ellos también le ven a él; que te observan, impertérritos pero con interés, desde la inmóvil beatitud de unos troncos que se retuercen con los achaques pero también con la sabiduría de la vejez; unos troncos cubiertos de una curiosa barba de color verde o marfileña en algunos casos, ajena a la contaminación, que les confiere el aspecto inocente –comparativamente hablando-, y a la vez monstruoso y salvaje que los canteros medievales representaban con harta frecuencia en los capiteles de las iglesias, seguramente en un intento deliberado de mostrar en el alma de la piedra las proyecciones de su propio yo. Hay una ausencia de aves, no obstante, que no deja de ser, después de todo, desconcertante.

Antes de llegar a la herrería, es difícil no percatarse de ello y preguntarse si el legendario calentón de San Genadio –extrañísimo hubiera sido, que un lugar tan peculiar como éste no hubiera contado con su Ginés o su Jina-, continúa siendo una especie de barrera infranqueable que no se les permite traspasar, salvo, quizás, en su faceta ctónica. El Silencio es Oro, desde luego, pero a la vez, se echan de menos sus trinos armónicos, que al fin y al cabo –y que me perdone el santo jina-, contribuyen a la fecundidad y vitalidad de un bosque. La herrería es un edificio extraño, macizo e imponente, que derrocha esa gallarda fuerza eterna que le confiere la piedra, y resulta extraño no preguntarse qué tipo de iniciaciones no se llevaron a cabo allí en tiempos; si el herrero, como manda la buena tradición iniciática, era cojo o tuerto, y si, aparte de su papel de maestro, no forjaría también versos, como nos cuenta Snorri Sturrluson acerca de otro famoso Herrero Divino: el propio Odín. Se ve que la noche ha sido gélida, y su aliento, astral como el abrazo preternatural de la muerte, no sólo se advierte en la capa de escarcha que tapona cual masilla los poros de la tierra, sino también en los impresionantes carámbanos que, cual afiladas Tizonas, se balancean de unos arcos de medio punto, a través de los cuales se advierten los engranajes de su vulcaniana fragua medieval. Hay también una pequeña cascada, la blancura lechosa de cuyas aguas semejan litros de leche vaciándose de un cántaro volcado. Y es que, no en vano, Compludo forma parte de ese Camino de Santiago, sí pero a la vez, del Camino de la Vía Láctea.

De vuelta al camino, es difícil no verse acompañado por la relevante sensación de haber estado en un lugar único. Quizás por eso, ese humo feliz que se escapa de las chimeneas de unos hogares que comienzan a despertar del letargo voluntario de la noche, o esos primeros rayos del sol iluminando los piramidones más altos de los montes que circundan a éste recóndito Brigadoon, o esa placa que recuerda a San Fructuoso –cuyo afán de soledad le salió rana- y el lugar donde decidió fundar su monasterio a instancias del rey Chindasvinto y su esposa dejen, en el fondo, de tener un interés sustancial. En lo más profundo del Valle del Silencio, aún late con fuerza un corazón tan viejo como el mundo. Un corazón sagrado llamado Tierra. En definitiva: Gaia vincit, Gaia imperat.


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