El
Silencio es como una partitura en blanco que hay que ir escribiendo,
concienzudamente, con la música del Espíritu. Nada resulta más certero para el
afortunado caminante que, sin importar el medio elegido para su desplazamiento,
afronta con expectación ésta difícil y dura décima etapa descrita por Aymerich
Picaud en su Codex Calistinus. Etapa
que, a grosso modo, y sin meterse en
esas profundidades donde habita una de las más auténticas y originales Anima Bergidum, como es Compludo, se
describe como el trayecto que va de Rabanal del Camino –pueblo fundado, según
la tradición, por los templarios custodios del camino- a Villafranca del
Bierzo, en la desembocadura del río Valcarce, pasado el puerto del monte Irago,
pero vigilado en la distancia por otro monte imponente, donde todavía habita el
espíritu de antiguas divinidades: el Teleno. El desvío hacia Compludo se
alcanza en las proximidades de esos 1145 metros de altitud sobre los que
asienta sus reales orígenes hospitalarios el pueblecito de El Acebo, una vez
dejados atrás sus limitadas lindes urbanas, así como la mítica fuente del Druida, conocida por todos los
peregrinos que se dirigen hacia Ponferrada –aun con su cartel actual de agua no potable-, y que allí, quizá
porque el propio Camino invita a echar mano constantemente del Simbolismo,
llaman de la Trucha. O de la Truite, on parle français, que era
otra forma de referirse a una casta muy especial de sabios a la que ya nos
hemos referido: los druidas.
La travesía, broken
Golden silence, roto ese Silencio que es Oro por el ladrido ocasional de algún
perrillo entregado al papel de vigilante –el mismo, que antiguamente hacían las
ocas-, continúa en tono decreciente, configurando complicados innuendos a medida que el camino se
convierte, por su agreste constitución y comparativamente hablando, en ese non plus ultra que tanto temían los
supersticiosos marinos medievales, porque pensaban que más allá de las lindes
conocidas, sólo había terribles monstruos, un vacío insuperable, y desde luego,
una muerte cierta. De igual manera, para el viajero que se adentra por primera
vez en las complejidades de un lugar como Compludo y su entorno, la sensación
no es diferente. Puede que se acentúe más, aún, con ese silencio atípico; un
silencio, apenas quebrado por el susurro de las aguas de los arroyos Miera y
Miruelos, en su melancólico discurrir, hasta fundirse como almas gemelas,
aproximadamente medio kilómetro más adelante, en el lugar donde se ubica esa
impresionante reliquia medieval, que es la herrería. Y no obstante, para llegar
a ella, se hace necesario adentrarse a pecho descubierto en esa parte original,
mitológica y autóctona, que es el milenario bosque que la circunda. Apenas el
discurrir del arroyo es un susurro encantado, una nana dulce, cantada, quizás
por una xana hermana de aquélla otra
que custodia el lago de Carracedo, que acuna y adormece a unos árboles
viejísimos, cuyas raíces se aferran a una tierra milenaria, con sabor propio y
ecos de antiquísimos misereres y Te Deum laudamus. Una tierra, en la que no
hay carteles a la vista; pero enseguida se sabe que este bosque es puro Bierzo. Un bosque encantado, donde
es difícil no tener sensaciones de ambigua complejidad. Uno ve a los árboles, y
a la vez, siente que ellos también le ven a él; que te observan, impertérritos
pero con interés, desde la inmóvil beatitud de unos troncos que se retuercen con
los achaques pero también con la sabiduría de la vejez; unos troncos cubiertos
de una curiosa barba de color verde o marfileña en algunos casos, ajena a la contaminación,
que les confiere el aspecto inocente –comparativamente hablando-, y a la vez
monstruoso y salvaje que los canteros medievales representaban con harta
frecuencia en los capiteles de las iglesias, seguramente en un intento
deliberado de mostrar en el alma de la piedra las proyecciones de su propio yo.
Hay una ausencia de aves, no obstante, que no deja de ser, después de todo,
desconcertante.
Antes de llegar a la herrería, es difícil no percatarse de ello
y preguntarse si el legendario calentón
de San Genadio –extrañísimo hubiera sido, que un lugar tan peculiar como éste
no hubiera contado con su Ginés o su Jina-,
continúa siendo una especie de barrera infranqueable que no se les permite
traspasar, salvo, quizás, en su faceta ctónica.
El Silencio es Oro, desde luego, pero
a la vez, se echan de menos sus trinos armónicos, que al fin y al cabo –y que
me perdone el santo jina-,
contribuyen a la fecundidad y vitalidad de un bosque. La herrería es un
edificio extraño, macizo e imponente, que derrocha esa gallarda fuerza eterna
que le confiere la piedra, y resulta extraño no preguntarse qué tipo de
iniciaciones no se llevaron a cabo allí en tiempos; si el herrero, como manda
la buena tradición iniciática, era cojo o tuerto, y si, aparte de su papel de
maestro, no forjaría también versos,
como nos cuenta Snorri Sturrluson acerca de otro famoso Herrero Divino: el propio Odín.
Se ve que la noche ha sido gélida, y su aliento, astral como el abrazo preternatural
de la muerte, no sólo se advierte en la capa de escarcha que tapona cual
masilla los poros de la tierra, sino también en los impresionantes carámbanos
que, cual afiladas Tizonas, se
balancean de unos arcos de medio punto, a través de los cuales se advierten los
engranajes de su vulcaniana fragua medieval. Hay también una pequeña cascada,
la blancura lechosa de cuyas aguas semejan litros de leche vaciándose de un cántaro
volcado. Y es que, no en vano, Compludo forma parte de ese Camino de Santiago,
sí pero a la vez, del Camino de la Vía
Láctea.
De vuelta al camino, es difícil no verse acompañado por la
relevante sensación de haber estado en un lugar único. Quizás por eso, ese humo
feliz que se escapa de las chimeneas de unos hogares que comienzan a despertar
del letargo voluntario de la noche, o esos primeros rayos del sol iluminando
los piramidones más altos de los montes que circundan a éste recóndito Brigadoon, o esa placa que recuerda a
San Fructuoso –cuyo afán de soledad le salió rana- y el lugar donde decidió
fundar su monasterio a instancias del rey Chindasvinto y su esposa dejen, en el
fondo, de tener un interés sustancial. En lo más profundo del Valle del Silencio, aún late con fuerza
un corazón tan viejo como el mundo. Un corazón sagrado llamado Tierra. En
definitiva: Gaia vincit, Gaia imperat.
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