Hablaba
Fernando Sánchez Dragó, en la página 14 de su Discurso Numantino (1), acerca de la España de hoy. Decía, y
afronto el riesgo de citarlo textualmente, con dos
cojones –como Espartero o como Don Camilo, el del viaje a la Alcarria-, que la España de hoy, que ni es España ni es
nada, da entonces su primer vagido, pero la otra España –la de Tiermes, la de
las Tres Culturas, la del Cid, la de Cervantes, la de la trashumancia y la tauromaquia-
aún patalea y se resiste a morir. Añadía más adelante, allá por la página
25, de la que sí que quiero acordarme porque al contrario que Cervantes, en mi
caso, baturro o no pero con esa nobleza que siempre obliga, que Dios ahoga, pero no aprieta, dejando flotar en el aire, como un
gemido lastimero, una nota de nostalgia, un pétalo desprendido de su tallo o tal vez un deseo irrealizable frente a la
lámpara maravillosa aunque huérfana del Genio de Aladino, la posibilidad de que
quizá quede aún España Mágica. Créase
o no, estos pensamientos me asaltaban el pasado sábado, cuando me propuse
derribar –Hércules cristobalino, aunque impotente, después de todo- las columnas salomónicas de la
monótona dictadura a la que el dolce far
niente de un puente insípido y otras consideraciones morales amenazaban con
someterme al vegetativo ostracismo teresiano del vivir aunque no viva y mal herido de envidia –que el
pecado de la virtud, ya lo decía don Antonio Machado, hizo a Caín
criminal-, me dispuse a despertar, en un arranque de legítimo orgullo a ese
osado Caminante que siempre me sigue
a todas partes y cuya compañía continuamente requiero, sobre todo cuando las
campanas lejanas de Gárgoris y Habidis tocan a rebato: silencio en el
Álamo; madrugada de gallos gnósticos, carretera, bostezos y manta. El sol, un círculo
magenta en el horizonte, que amenaza despertar con la furia de un gigante
dormido. A medio camino entre Cifuentes y Brihuega; entre la Dama Negra de la Peña, la
Psicomaquia poitevina de la portada de Santiago y el cimborrio octogonal del convento de San Blas, un atisbo de esa herencia
termestina, cuando no más lejana aún y altamirana, igualmente subterránea y eremítica, que aun negándose a desaparecer, tiembla
con la amenaza de ese mismo enemigo, cruel e insaciable, que sepultó en los lodos del olvido y el cemento a la inmemorial Tartesos con las armas principales de la herencia mudéjar peninsular: el ladrillo.
El mundo troglodítico de Cívica lleva toda la vida descubierto, aunque, hablar por hablar y añadiendo fuego a la cuestión de los currículos, en el mío figura -si la libretilla que también viaja siempre conmigo, la misma que algunos de mis buenos amigos quieren algún día heredar, no me engaña- como descubierta en mayo de 2011. Es decir, en el mismo mes, tal vez en la misma fecha, puede que a la misma hora, pero desde luego, a juzgar por las fotos que todavía conservo de aquélla primera y memorable experiencia, en un día totalmente diferente: la campana del Álamo apenas se dejaba seducir por un ligero viento de levante, tal vez de poniente pero en modo alguno cierzo amenazador; el gnosticismo de los gallos de la madrugada brillaba por su ausencia y el sol se dedicaba a galantear como un colegial donjuán a un cielo petado de nubes. Cívica, por aquél mayo de entonces, era una auténtica Sheilla N'agiz -pido humildemente perdón por la patada que acabo de meterle en la espinilla al gaélico irlandés y acepto la tarjeta roja con expulsión incluida- fea y hermosa a un tiempo, de matriz abierta a la vida en su lecho de silencio, cortesana que se dejaba acariciar y con un poco de suerte, poseer. La Cívica que vi hace unos días, parecía la misma, pero desde luego, ya no lo era: teóricamente insolente, coqueta como ninfa acicalándose el cabello con su peine de oro en la prístina cascada, las piernas apretadas, oculto el sexo y un nuevo carnet de identidad: Inmobiliaria Alcalá.
En conclusión y decepción de decepciones: ¿queda España Mágica?. Quedar, lo que se dice quedar, amigo Sancho, pues siendo optimistas, se podría decir que algo queda, incluidas tus añoradas ínsulas, al menos mientras el ladrillo vuelva a levantar la cabeza. Ahora bien, la cuestión es: lo que queda, ¿cuánto aguantará?.
(1) Fernando Sánchez Dragó: 'Discurso numantino. Segunda y última salida de los ingeniosos hidalgos Gárgoris y Habidis', Editorial Planeta, S.A., primera edición: mayo de 1995.
Hola Juan Carlos! Quiero pensar que sí queda España mágica, siempre hay que mirar el vaso medio lleno. Y dicho esto, el otro día cuando me dijiste que no se podía acceder a las cuevas de Cívica alucinaba, no entiendo que quieren hacer allí si lo que ya hay es perfecto y no serán casas para vivir, Cívica su valor es ser salvaje, esa cascada que saluda a su entrada de chorro fino, una parte de la Gaia Alcarreña dulce como la miel, pero a lo práctico, queda cerca de ninguna parte, en fin, otro sitio a joder, que pena.
ResponderEliminarUn besote.
Hola, bruja. Yo también quiero pensar que queda España mágica, y de hecho, lo pienso, aunque lo que queda va estando, por lo general, dramáticamente malherido. No sé exactamente los planes que tienen para Cívica, y aunque el otro día me di con la puerta en las narices, espero que no se cometa con ella ningún mangoneo irreparable. Sé que cuando estuviste, pudiste verla por dentro, como me ocurrió a mí hace unos años: un mundo silencioso, oscuro, repleto de misterios y ecos lejanos, en algunos sitios sobrecogedor, pero con muchos siglos de historia y un karma (que no kalma, ja, ja) posiblemente sombrío en algunos desgraciados episodios. Un testigo mudo de una España que todavía, aunque no se crea, fue historia viva hasta antes de ayer, que sigue ahí para recordarnos ese otro mundo de falsas opulencias en el que vivimos, esa frágil burbuja de ilusiones y pretensiones que nos ha llevado derechos a un auténtico Calvario. Cívica debería ser reconocida como un monumento a la humildad, pero en fin, me quedo con esa parte que dices, referida a la cascada: la Gaia Alcarreña dulce como la miel... Un abrazo
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