'La montaña donde la Virgen Madre tiene su casa presenta una forma a todas luces original, que hoy sólo concebiríamos, a ser de mano humana, creada por un Gaudí, un Miró, o el más inocente de los párvulos aprendices de escultor' (1)
Posiblemente, sea Montserrat uno de los santuarios naturales más formidables y fantásticos de toda la geografía peninsular. Sea cual sea el medio para acceder a la cumbre de este inconmensurable Olimpo donde reina desde el alba de los tiempos esa figura arquetípica y elemental, a la que Verrier identifica con la Virgen Madre, sin duda influenciado por una cristianización que, producida en los siglos IX-X, apenas se nos antoja como un parpadeo o un simple bostezo en la historia del lugar, resulta poco menos que imposible no ceder a la fuerza que ejerce su inquebrantable magnetismo. No le falta razón, no obstante, cuando el visitante, ya perdido en ese mundo antediluviano de belleza y perfección, observa embelesado la forma de sus picachos más elevados y observa en ellos, quizás porque en la mente del hombre cualquier cosa no sería posible sin su correspondiente comparación, formas familiares, en las que la imaginación popular, ha querido ver no sólo esos fantásticos seres que han acompañado a las distintas humanidades desde esa noche de los tiempos que apenas ha sido comenzada a iluminar con los débiles destellos de la Ciencia, sino, también, formas conocidas, como monos y elefantes, que a su vez le proporcionan el carisma de constituir uno de los zoológicos pétreos más fantásticos del mundo. Pero Montserrat es algo más que una comparación, por muy humana y poética que se nos ocurra a simple vista. Montserrat, dejando a un lado esos adornos modernos que la revisten con el cariz festivo y atrayente de los parques temáticos dedicados al fomento del turismo, es mucho más. Mucho más, incluso, me atrevería a decir, que un lugar dedicado al culto en el que los fieles -pocos niños en Catalunya, me atrevería a añadir así mismo, no han sido oportunamente presentados a la Moreneta-, siempre atentos con la Tradición, no guardan largas colas para desfilar por el camerín que guarda la sagrada imagen. Y un dato curioso: no es la mano de la Virgen, que asoma por un hueco practicado en el cristal, la que besan con absoluta devoción, sino el objeto que porta en ésta. El objeto que portaban todas las antiguas Diosas Madres de la Antigüedad: la bola.
Por tanto, no es de extrañar que durante siglos, ésta incomparable montaña sagrada, fuera la inspiración de monjes, de guerreros, de trovadores, de poetas y de músicos, que vieran en ella el lugar ideal, el Montsalvat de la Tradición. En definitiva: el custodio perfecto para algo tan singularmente sagrado, también, como es el Santo Grial.
(1) F. P. Verrié: 'Montserrat', Editorial Plus Ultra, Madrid, 1998.
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