sábado, 24 de septiembre de 2011

Detalles de Magia Natural: Primera Parte



Lugares, momentos y detalles sublimes, que permanecen entrañablemente custodiados en un pequeño rincón del alma, esperando el momento oportuno en que la nostalgia, insistente como ese viejo grifo que gotea constantemente, los libere de ese universo dormido y gracias a la tecnología, vuelvan a pasar ante los ojos como visiones del presente. Es difícil no recordarlos, pues su huella, lejos de desvanecerse cuando canta el gallo, anunciando la inminencia de la mañana, nos acompaña como una segunda sombra. Recuerdos, tantos y tan variados, que se necesitarían muchos vídeos y muchas horas de visionado para hacer justicia a todos. Yo he seleccionado tan sólo algunos que, de una u otra forma, fueron una auténtica motivación en mi camino. Desde luego, no están todos los que son, ni son todos los que están; pero sí son una buena parte de mis últimos y mejores momentos.




Siempre que me desplazo a Asturias por la Autovía A66, también conocida como Ruta de la Plata, y después de dejar bien atrás la histórica ciudad de Benavente, suelo hacer un alto en este lugar. Ignoro si su nombre es el correcto, por lo que me referiré a él como el embalse del río Luna, situado algunos kilómetros antes de llegar al puente de Fernández Casado y a otro pueblecito pinturesco, que responde al evocador nombre de Caldas de Luna.

Otro embalse, evocador de magias y probable morada de Xanas -siquiera sean parientes lejanas de Caricea, famosa sobre todo por la zona de Somiedo- es ese otro situado entre las tranquilas poblaciones astures de El Campo y Peñerudes. Ver la silueta del Monsacro perfectamente dibujada en el espejo inmaculado de sus aguas, hace válido el adagio de Hermes Trismegisto, referido a que lo de arriba es igual a lo de abajo.

Hablando, precisamente del Monsacro, no podía faltar esa nueva visión, vivida hace apenas una semana, de los pueblecitos que, como satélites, sobreviven a su vera, en las inmediaciones, también, de una sierra eminentemente mágica, como es la Sierra del Aramo, y otro pico, mundialmente conocido: l'Angliru. Pueblecitos que, sea cabal o circunstancialmente, aún conservan símbolos ancestrales en el armazón de sus casonas, como esa pata de oca que sustenta un tejado y en cuya cercanía descansa plácidamente un gatito amodorrado.

Una vieja casona, reacondicionada como hote rural -La Casa Vieja, donde tuve el gusto de alojarme en mi último viaje a Asturias- a cuya vera el Riosa, o quizás el Morcín, ambos afluentes del Caudal, forman una pequeña catarata antes de continuar deslizándose, alegremente, hacia el antiguo molino que aún funciona perfectamente y es motivo de orgullo para Maxi, su propietario.

La denominada Silla del Obispo, situada a unos doscientos metros de la cima del Monsacro, tomando el más arduo de los caminos que conducen a su cumbre -el de la Llorera o la Llorá- y desde la que se tiene una inmejorable panorámica de la región, incluida la cosmopolita Oviedo e incluso, para aquellos que tengan ojos de lince, algún atisbo del Cantábrico. El ganado pastando libremente en su cima, durante los meses de verano. El primer tramo del camino, un bosque druídico que aún conserva la magia ancestral y los mitos de los primeros pobladores. Una familia de caballos asturcones en Pedroveya -para otros quizás sean ponies- con el fondo encantado del desfiladero de las Xanas, donde la cría, más que un caballo, bien parece un peluche dotado de movimiento. La magia de la maternidad, bien definida por una gata segoviana amamantando a sus crías. Y los cisnes y ánades, custodios de un jardín encantado, revestido de otoño, cuyas aguas recuerdan, de alguna manera, esa puerta abierta a otro mundo, quizás similar a aquélla otra que encontró Alicia para acceder al País de las Maravillas.

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