El fantástico Mundo de Oz. Recuerdo aquélla tarde en las Cincovillas y también el lugar: a mitad de camino entre las poblaciones de Luesia y Ejea de los Caballeros. Íbamos un grupo; Kathy no estaba con nosotros. Imagino que se nos adelantó en la tormenta anterior y deslizándose por el arco de ballesta del arcoiris precedente, se coló curiosa por la rendija abierta en la puerta de otro universo. Un Universo donde los sueños dejan de ser quimeras y los espantapájaros conviven con los hombres de hojalata e incluso con los leones; donde el mago vive solitario en lo más alto de su torre y la bruja calza enaguas y medias de lana, a rayas y de vivos colores. Un mundo donde las crisis se solucionan resolviendo un acertijo y donde no hay deseo cuyo candado no pueda ser abierto por un simple hechizo.
Si bien hay lugares fijos, lugares del Espíritu, hay también visiones del Espíritu, evanescentes, cual islas de San Brandán, pero reales: tan reales, que dejan huella. Aquélla tarde, de regreso al hotel, el arcoiris me devolvió un pedazo de Oz; una chispa de esperanza que dormía aletargada en lo más profundo del baúl del corazón. Un rinconcito, lleno de telarañas y pequeños ratones blancos, donde habita el niño que una vez fui. Esto ocurrió hace dos años. Mucho ha llovido desde entonces; pero, curiosamente, nunca más he vuelto a ver el Arcoiris.
De poco puede servir ésta entrada, si todo aquél que la vea no se deja llevar por la imaginación y siquiera, haciendo una excepción a su reglada madurez, no abre por un momento el baúl de sus propios recuerdos.